Yebrail Ramírez Chaves
Al torrente impetuoso lo llaman
violento
pero nadie llama violento
al lecho que lo oprime.
Se dice que es violento el temporal
que doblega los abedules
pero, ¿qué hay del temporal
que doblega la espalda de los
peones camineros?
Bertolt
Brecht
Sin embargo, la penumbra del terrorismo de Estado y de la herencia colonial, por fortuna, ha sido tanto afectada por la luz del fuego que consumió decenas de CAI, como repelida por los escombros de la estatua de Sebastián de Belálcazar. Los asustadizos y quejumbrosos burgueses, los cómplices gobernantes, la prensa servil y los cobardes uniformados –incluyendo a Iván «el chambelán» Duque– respondieron con sus rituales de sangre, muerte y charlatanería. ¿Quiénes son los chivos expiatorios de estas criminales ceremonias? Como es costumbre, los desarrapados y famélicos de la sociedad presente. Con pérfida sonrisa, espíritu pordiosero y simulados arrepentimientos, los representantes del poder político y económico relucieron, no obstante, las leyes, las millonarias recompensas, los abusos sexuales, las torturas, los shows mediáticos, las detenciones, las balas.
Si bien la dura
represión de los últimos días –que no será la última– multiplicó las hondas
heridas y los sufrimientos en la vida de los condenados de la tierra
macondiana, dicha exhibición de fuerza no calmó el furor ni debilitó el temple
anímico para la organización, los combates, las
venideras alegrías. ¿No fue acaso el canto del festejo caucano el que armonizó
con el eco que produce una efigie colonial hecha ruinas? Las celebraciones
populares por la destrucción de decadentes centros policiales para dar paso a la creación
de centros culturales, en medio de asambleas barriales, no se hicieron esperar.
La pelea no ha terminado. Recordando unas palabras Marx: «El ser pasto de las
llamas ha sido siempre el destino ineludible de los edificios situados en el
frente de combate».
Pero el escándalo
conmocionó a la Colombia superficial, elegante, adinerada. No por la masacre
perpetrada por la policía y el ESMAD el 9 y 10 de septiembre, sino por la
irreverencia abrasadora que calcinó a la autoridad, por el ataque contra los
monumentos al pillaje colonial y genocida. Debido a sus intereses mezquinos,
ignoran u olvidan aquel buen consejo de talar, despedazar y echar al fuego todo
árbol que no da buen fruto. De la Fuerza Pública y de las herencias colonialistas
y racistas sólo obtenemos podredumbre, no alimento.
Estos indignados de seda,
corbata y sofistería no acertaron sino a fundamentar su enojo ante las acciones
de protesta con una supuesta defensa de la historia (frente a lo sucedido en
Popayán) y de las instituciones (para lo sucedido con los CAI). Obtusos, no
advierten lo que Enzo Traverso[1] subrayó meses atrás a
propósito de las protestas antirracistas en Estados Unidos y Europa, a saber:
la destrucción de los monumentos dedicados a quienes también fueron racistas, genocidas o
traficantes de esclavos no pretende eliminar la historia, sino que exige escudriñarla
desde el lugar de las víctimas y de los vencidos, en una batalla política por la memoria y cuyo
propósito es superar las condiciones reinantes de opresión y exclusión. ¿Hay
mayor hipocresía que la del establishment
criollo que durante la invasión imperialista a Irak saludó con vítores la
destrucción de una estatua de Sadam Huseim? ¿Puede la oligarquía colombiana ser
más farisea cuando se lamenta por las justas embestidas contra los CAI que, en
realidad, son centros de terror, tortura, violaciones, abusos de autoridad,
microtráfico, muerte?
Las jornadas recientes de
luchas sociales y las que se aproximan enseñan que esas edificaciones y
esculturas no son neutrales, decorativas, ni abstractamente públicas, pues
sintetizan simbólica y políticamente la historia de los vencedores y las
relaciones de poder dominantes, son la objetivación del oprobio que se quiere
divinizar. Los enfrentamientos acontecidos en los últimos meses y los que se
vienen son un asunto de poder, de
disputas abiertas de las subjetividades subalternas, de batallas exasperadas
por cambiar radicalmente las prácticas, las instituciones y las concepciones del
mundo hegemónicas. ¿Hay algo más natural que la beeldenstorm, la tormenta de
las estatuas, la furia iconoclasta,
en todas las épocas de intensificación y ascenso de la lucha de clases, durante
periodos de maduración de la crisis, cuando los pueblos se deciden por la
acción política e histórica autónoma? Satirizar y triturar los ídolos de
hierro, cemento o verbo hacen parte de las formas de interpelar al poder que se
intenta legitimar en (con) ellos. En otras palabras, las escenas de Popayán,
Bogotá, Tunja y el resto del país representan un orden imperante en tela de
juicio. La vergüenza por la decadencia devino praxis emancipadora.
En medio de estos
actos dramáticos también tenemos los sensatos e inspiradores monólogos de los alternativos: «¡Estas
no son las formas de protestar!», «¡El vandalismo no es la solución!», «¡Esperemos
hasta las elecciones de 2022 para derrotar al uribismo!». Aburridas y
oportunistas sentencias de quienes, como las estatuas de la ignominia, se
erigen desde el cómodo pedestal moral y económico, mientras pregonan la mesura
y la parsimonia electoral precisamente en tiempos de crisis, hambre, vergüenza
y lucha por la vida. La necesidad y la dignidad tienen cara de hereje. De nuevo
rememorando al viejo Moro, este vandalismo plebeyo es siempre defensivo, justo
y desesperado ante el vandalismo oficial, desproporcionado, legalizado y
racionalizado de los dominadores. ¡Esas son las condiciones de la lucha!
Dada esta naturaleza
política e instrumental de la Policía y el Ejército, dada la unidad estructural
del orden social capitalista, cualquier intento o ilusión de reforma aislada apelando
a los mecanismos legales constituidos, lleva en la frente la marca del fracaso
o sucumbe al encantamiento de los maquillajes gatopardistas. Y las clases
subalternas están tomando consciencia de ello. Las violentas revueltas de los
de abajo desnudaron los imponentes límites de los mecanismos decentes que se
encomian como única e ideal forma de acción política, al tiempo que posicionaron
al orden del día la urgencia de una nueva concepción de la seguridad, en clave
comunitaria, antiparamilitar y democrática. La discusión sobre el uso, la posesión
y la finalidad de las armas en política no quedó clausurada con el cierre del
telón del Teatro Colón (curiosa paradoja). El pueblo ya no acepta como
suficientes los proyectos de ley, las (posibles y repetitivas) renuncias
ministeriales, los demagógicos protocolos para la represión amable de la
protesta. Apremian cambios estructurales
y constituyentes, más allá del acotado perímetro que puedan conceder
hipotéticos y efímeros gobiernos alternativos. La fuerza motriz reside en los procesos constituyentes abiertos que ya
se están desatando.
La noche de los
proletarios (J. Rancière) destella. ¡Qué tiempos estos para aventurarse en esta
odisea de la humanidad por retornar al hogar genérico, por realizar la
emancipación, por afirmar la vida!
[1]
Traverzo, E. (Junio 2020). Derribar
estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad. Obtenido de
Nueva Sociedad: https://nuso.org/articulo/estatuas-historia-memoria/
.
Comentarios
Publicar un comentario