DE INCENDIOS Y VERGONZANTES MONUMENTOS CAÍ-DOS

 Yebrail Ramírez Chaves



Al torrente impetuoso lo llaman violento

pero nadie llama violento

al lecho que lo oprime.

 

Se dice que es violento el temporal

que doblega los abedules

pero, ¿qué hay del temporal

que doblega la espalda de los peones camineros?

Bertolt Brecht

 

 Una vez más las fuerzas armadas (legales e ilegales) del orden dominante en Colombia han hecho gala de su sevicia, sadismo y rastrera brutalidad. Las masacres extendidas por el territorio patrio, los asesinatos selectivos pero sistemáticos de dirigentes populares, los falsos positivos, las represiones contra las luchas plebeyas, la corrupción ética y pecuniaria de este sector del poder oligárquico, entendidas juntas en su determinación y encuadradas en la totalidad del orden social vigente, son algunas de las aristas manifiestas de la violenta, injusta y anacrónica estructura político-económica del país. ¡Ominoso sistema que sacrifica en los altares y las calzadas del Estado y del capital a quienes cometen el crimen de la pobreza, la marginalidad, la desobediencia!

Sin embargo, la penumbra del terrorismo de Estado y de la herencia colonial, por fortuna, ha sido tanto afectada por la luz del fuego que consumió decenas de CAI, como repelida por los escombros de la estatua de Sebastián de Belálcazar. Los asustadizos y quejumbrosos burgueses, los cómplices gobernantes, la prensa servil y los cobardes uniformados –incluyendo a Iván «el chambelán» Duque– respondieron con sus rituales de sangre, muerte y charlatanería. ¿Quiénes son los chivos expiatorios de estas criminales ceremonias? Como es costumbre, los desarrapados y famélicos de la sociedad presente. Con pérfida sonrisa, espíritu pordiosero y simulados arrepentimientos, los representantes del poder político y económico relucieron, no obstante, las leyes, las millonarias recompensas, los abusos sexuales, las torturas, los shows mediáticos, las detenciones, las balas. 

Si bien la dura represión de los últimos días –que no será la última– multiplicó las hondas heridas y los sufrimientos en la vida de los condenados de la tierra macondiana, dicha exhibición de fuerza no calmó el furor ni debilitó el temple anímico para la organización, los combates, las venideras alegrías. ¿No fue acaso el canto del festejo caucano el que armonizó con el eco que produce una efigie colonial hecha ruinas? Las celebraciones populares por la destrucción de decadentes centros policiales para dar paso a la creación de centros culturales, en medio de asambleas barriales, no se hicieron esperar. La pelea no ha terminado. Recordando unas palabras Marx: «El ser pasto de las llamas ha sido siempre el destino ineludible de los edificios situados en el frente de combate».



Pero el escándalo conmocionó a la Colombia superficial, elegante, adinerada. No por la masacre perpetrada por la policía y el ESMAD el 9 y 10 de septiembre, sino por la irreverencia abrasadora que calcinó a la autoridad, por el ataque contra los monumentos al pillaje colonial y genocida. Debido a sus intereses mezquinos, ignoran u olvidan aquel buen consejo de talar, despedazar y echar al fuego todo árbol que no da buen fruto. De la Fuerza Pública y de las herencias colonialistas y racistas sólo obtenemos podredumbre, no alimento.

Estos indignados de seda, corbata y sofistería no acertaron sino a fundamentar su enojo ante las acciones de protesta con una supuesta defensa de la historia (frente a lo sucedido en Popayán) y de las instituciones (para lo sucedido con los CAI). Obtusos, no advierten lo que Enzo Traverso[1] subrayó meses atrás a propósito de las protestas antirracistas en Estados Unidos y Europa, a saber: la destrucción de los monumentos dedicados a quienes también fueron racistas, genocidas o traficantes de esclavos no pretende eliminar la historia, sino que exige escudriñarla desde el lugar de las víctimas y de los vencidos, en una batalla política por la memoria y cuyo propósito es superar las condiciones reinantes de opresión y exclusión. ¿Hay mayor hipocresía que la del establishment criollo que durante la invasión imperialista a Irak saludó con vítores la destrucción de una estatua de Sadam Huseim? ¿Puede la oligarquía colombiana ser más farisea cuando se lamenta por las justas embestidas contra los CAI que, en realidad, son centros de terror, tortura, violaciones, abusos de autoridad, microtráfico, muerte?

Las jornadas recientes de luchas sociales y las que se aproximan enseñan que esas edificaciones y esculturas no son neutrales, decorativas, ni abstractamente públicas, pues sintetizan simbólica y políticamente la historia de los vencedores y las relaciones de poder dominantes, son la objetivación del oprobio que se quiere divinizar. Los enfrentamientos acontecidos en los últimos meses y los que se vienen son un asunto de poder, de disputas abiertas de las subjetividades subalternas, de batallas exasperadas por cambiar radicalmente las prácticas, las instituciones y las concepciones del mundo hegemónicas. ¿Hay algo más natural que la beeldenstorm, la tormenta de las estatuas, la furia iconoclasta, en todas las épocas de intensificación y ascenso de la lucha de clases, durante periodos de maduración de la crisis, cuando los pueblos se deciden por la acción política e histórica autónoma? Satirizar y triturar los ídolos de hierro, cemento o verbo hacen parte de las formas de interpelar al poder que se intenta legitimar en (con) ellos. En otras palabras, las escenas de Popayán, Bogotá, Tunja y el resto del país representan un orden imperante en tela de juicio. La vergüenza por la decadencia devino praxis emancipadora.

En medio de estos actos dramáticos también tenemos los sensatos e inspiradores monólogos de los alternativos: «¡Estas no son las formas de protestar!», «¡El vandalismo no es la solución!», «¡Esperemos hasta las elecciones de 2022 para derrotar al uribismo!». Aburridas y oportunistas sentencias de quienes, como las estatuas de la ignominia, se erigen desde el cómodo pedestal moral y económico, mientras pregonan la mesura y la parsimonia electoral precisamente en tiempos de crisis, hambre, vergüenza y lucha por la vida. La necesidad y la dignidad tienen cara de hereje. De nuevo rememorando al viejo Moro, este vandalismo plebeyo es siempre defensivo, justo y desesperado ante el vandalismo oficial, desproporcionado, legalizado y racionalizado de los dominadores. ¡Esas son las condiciones de la lucha!

Dada esta naturaleza política e instrumental de la Policía y el Ejército, dada la unidad estructural del orden social capitalista, cualquier intento o ilusión de reforma aislada apelando a los mecanismos legales constituidos, lleva en la frente la marca del fracaso o sucumbe al encantamiento de los maquillajes gatopardistas. Y las clases subalternas están tomando consciencia de ello. Las violentas revueltas de los de abajo desnudaron los imponentes límites de los mecanismos decentes que se encomian como única e ideal forma de acción política, al tiempo que posicionaron al orden del día la urgencia de una nueva concepción de la seguridad, en clave comunitaria, antiparamilitar y democrática. La discusión sobre el uso, la posesión y la finalidad de las armas en política no quedó clausurada con el cierre del telón del Teatro Colón (curiosa paradoja). El pueblo ya no acepta como suficientes los proyectos de ley, las (posibles y repetitivas) renuncias ministeriales, los demagógicos protocolos para la represión amable de la protesta. Apremian cambios estructurales y constituyentes, más allá del acotado perímetro que puedan conceder hipotéticos y efímeros gobiernos alternativos. La fuerza motriz reside en los procesos constituyentes abiertos que ya se están desatando.

La noche de los proletarios (J. Rancière) destella. ¡Qué tiempos estos para aventurarse en esta odisea de la humanidad por retornar al hogar genérico, por realizar la emancipación, por afirmar la vida!



[1] Traverzo, E. (Junio 2020). Derribar estatuas no borra la historia, nos hace verla con más claridad. Obtenido de Nueva Sociedad: https://nuso.org/articulo/estatuas-historia-memoria/ .

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